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biografia

Cuando la vida era una peli de romanos

y nosotros éramos los buenos

y ganábamos todas las batallas, porque nos creíamos invencibles

y nunca moríamos

y nos enamorábamos locamente en secreto de nuestra prima mayor o de la hija del guardia civil que vivía enfrente, en la casa cuartel todoporlapatria de paredes blancas y verdes (como sus uniformes) y el techo de uralita gris como sus vidas.

Antes de tomar conciencia de nada que recuerde por mí mismo me convertí en modelo accidental de unas cuantas sesiones fotográficas que, a juzgar por el alborozo que manifiesto en algunas de ellas o por la aplicada manera de posar en otras, aventuraban, sin duda, el gran interés que más tarde sentiría por el arte de capturar imágenes y, sobre todo, por la escena y la acción ante el público. Con el paso de los años, esas fotografías no solo no han permanecido inertes, sino que han evolucionado hacia nuevos matices, renovados juegos de luces y sombras, y repentinos cambios de enfoque tras cada nueva mirada.

Las dos imágenes que ilustran este breve relato no son más que un ejemplo de mi tierna y prometedora infancia como modelo o estrella de la pantalla, aunque sin pasarelas ni alfombras rojas, ni focos. Las sombras cortas que nacen de mis talones son tan reales como el sol de mediodía de un agosto lejano e implacable, que ilumina mi reluciente coraza y me obliga a fruncir el ceño. Las sandalias de goma no empañan la épica del instante, ni eclipsan en absoluto la gallardía y el valor de este centurión del arrabal. Las cuadrigas que circulaban por ese suelo empedrado no eran conducidas por Ben Hur, Marco Antonio o Cleopatra, sino por humildes labriegos camino de su huerta o de algún pequeño y lejano pedazo de secano.

Cuando miro de nuevo estas dos fotografías, de frente y de perfil, siento el vértigo de retroceder a un mundo lejano, en blanco y negro, de texturas y contornos perfectamente delimitados, pero cargado de esa magia que barniza el pasado y las ilusiones amortizadas. En efecto, la vida era como una peli de romanos en la que una coraza y un casco de plástico gris plata podían contravenir esa realidad virada y convertirnos en espartacos invencibles.

La afición de mi padre hacia la fotografía influyó muy tempranamente en mi vida. Cualquier excursión (los viajes aún no estaban al alcance de la clase obrera), reunión familiar o acontecimiento social era reporteado gráficamente en un intento de congelar la realidad y trabajar para la memoria.

Pasados los años no llegué a cruzar la frontera del fotógrafo amateur, pero confieso mi pasión por la fotografía. Observarlas, analizarlas y disfrutarlas es un placer no intercambiable por otro.

No obstante, mi pasión por la fotografía se fue disipando en beneficio de otra que todavía me tiene atrapado y que, en ocasiones, me sigue quitando el sueño muchos años después. La música, ¿qué digo?, la locura por los ruidos y los golpes sobre cualquier objeto pronto se convirtió en la única manera de manifestarme y de reconciliarme conmigo mismo.

No sé cuándo comencé a improvisar, pero me recuerdo a mí mismo sentado en el suelo, rodeado de innumerables y rústicos instrumentos de percusión fabricados con mis propias manos o hallados en el fondo de armarios y alacenas, para gran disgusto de mi progenitora, y golpeándolos durante horas. Tardes interminables, también para gran disgusto no solo de mis parientes más cercanos, sino de todo el vecindario.

Más tarde, llegarían las primeras clases de solfeo, la guitarra, la flauta, el órgano del colegio, las inacabables sesiones de improvisación con las armónicas de blues y, finalmente, mi primer saxofón tenor, inseparable compañero de fatigas y muchas alegrías.

Todo lo que aconteció después es mucho para contar en este breve relato autobiográfico. Mil historias y todo tipo de aventuras musicales, literarias y vitales, pero, eso sí, siempre bien acompañado por los mejores parceiros que uno puede tener a su lado para este increíble viaje hacia los confines de los sonidos más impresionantes, porque todos ellos conforman una legión de incansables gladiadores y exploradores que han ganado todas las batallas artísticas del mundo

y nunca desfallecieron

y se enamoraron locamente del último color sonoro…

Pues eso, cuando el mundo era una peli de romanos

y jugábamos con la realidad a nuestro antojo, mirando a través de nuestra propia lente.

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© Josep Lluís Galiana